La violencia, en todas sus formas, ha sido algo omnipresente en la historia de la humanidad. Ya se trate de agresiones físicas, abusos verbales o actos de guerra, se ha utilizado a menudo como medio para resolver conflictos, expresar ira o ejercer poder sobre otros. Y todos hemos visto o sufrido sus efectos.
Sin embargo, desde una perspectiva ética, su uso plantea profundos interrogantes sobre nuestra humanidad. A la luz de algunos de los acontecimientos que han tenido lugar recientemente, creo que es necesario explorar el imperativo ético de que los líderes eviten la violencia, incluso ante la provocación.
El ciclo de la violencia
La violencia tiende a perpetuarse dentro de los individuos y las comunidades. Como todos sabemos, la violencia engendra violencia.
Siempre hay una fase de acumulación en la que la tensión y el estrés son los protagonistas. La comunicación entre los individuos se vuelve tensa y surgen los conflictos. Como consecuencia, la tensión y la ira acumuladas desembocan en un acto de violencia: abuso verbal, manipulación emocional o agresión física, por ejemplo.
Y normalmente, en respuesta a eso que ha pasado, se desencadena más violencia.
Con el tiempo, las personas pueden llegar a insensibilizarse. Es posible que la vean como una parte rutinaria o esperada de sus relaciones o de su entorno. La normalización de la violencia tiene efectos muy perjudiciales en la dinámica interpersonal y el tejido social, como la erosión de la confianza y las normas sociales, la perpetuación del daño y la insensibilización.
Cuando la violencia se convierte en una parte aceptada de las interacciones, las personas temen el daño y la traición, perdiendo así la confianza que es esencial para construir relaciones sanas. También socava las normas y valores sociales que promueven la paz, la cooperación y la empatía, degradando la convivencia.
En las sociedades en las que la violencia está normalizada, se produce una insensibilización ante la violencia en los medios de comunicación y en el discurso público. Esto hace más difícil movilizar a la opinión pública y conduce a una falta de empatía hacia las víctimas, contribuyendo a crear una sociedad disfuncional.
Pérdida de empatía
La empatía desempeña un papel fundamental a la hora de guiar nuestras decisiones y acciones morales. Nos permite reconocer cómo nuestro comportamiento puede afectar al bienestar y las emociones de los demás. Nos permite considerar las consecuencias de nuestras decisiones desde la perspectiva de quienes pueden verse afectados. Comprender esto es clave para tomar decisiones éticas.
Además, la empatía es fundamental para la resolución de conflictos. Sin ella, no podemos entender diferentes perspectivas ni comunicarnos de forma abierta y constructiva. La pérdida de empatía nos incapacita para encontrar soluciones justas y mutuamente beneficiosas; nos hace deshumanizar a los demás. Y ver a los demás como meros objetos tiene muchas implicaciones éticas.
Esfuerzo de todos
La educación y la toma de consciencia desempeñan un papel importante para erradicar la violencia. Comprender sus causas y efectos ayuda a las personas cuestionar estereotipos y prejuicios. Enseñar a la gente a negociar, mediar y comprometerse les permite resolver conflictos sin violencia. Rompe el círculo vicioso.
Derribar prejuicios ayuda a fomentar el pensamiento crítico y la autorreflexión, lo que es importante para convertirnos en agentes contra la violencia.
Debemos crear un entorno seguro en el que las personas puedan expresarse sin miedo a la violencia o la discriminación. De lo contrario, se pondrá en peligro nuestro progreso. Por eso los líderes, en las empresas y en la sociedad, deberían promover entornos donde la violencia no esté permitida.